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Gracias Radiohead por salvar mi vida
(Recomiendo leer este texto escuchando “Weird Fishes / Arpeggi”)
En mi ventana cuervos que vienen a visitarme.
En mi puerta arañas que cuidan quién entra.
En mi teléfono aún resuenan mis miedos de defensa.
En mi cama encuentro clientes que se relacionan distinto con el dinero.
Estoy curando las heridas de haber trabajado tantos años en alerta.
La calma en el pecho que nunca pensé que existía en algún lugar.
Un lugar frío que abraza más que la calidez del sur.
La solidez de mis pies desnudos en tierra firme.
Reír llorando con los recuerdos de un pasado con grilletes.
La sensación de que alguien ya luchó para abrirnos caminos a todas.
Los brazos cansados de romper cadenas.
Un cuerpo con historia que abraza su nueva versión.
Menos trabajo, mejor trabajo.
La alegría de haber tenido la fuerza de agarrar mis pedazos y haberme
ido.
La noche solitaria que me susurra al oído todo lo que superé.
La misma gente que abandonó es la que pide un regreso que nunca llegará.
Quién diría que un desconocido puede abrazar con más amor que la mano conocida que soltó primero.
Una especie de venganza colorida que solo trae liberación.
El desencuentro que se aleja.
La honestidad que no es penalizada con falsedad.
Tomando clases de francés me olvido de las palabras perdidas.
Abrazando fuerte mi nueva yo.
Y en el silencio después del llanto siento cómo la sangre late distinta.
No hay urgencia.
No hay deuda.
Solo el eco suave de mi nombre repitiéndose en un cuarto nuevo.
Las manos libres para crear sin permiso.
El futuro acercándose sin amenazas.
Camino descalza, sin miedo a las puertas abiertas.
Acepto que merezco lo que antes parecía lujo:
la paz.
Y mientras cierro los ojos, sé
que todo lo que solté valió la pena.
Pero entonces recuerdo: la libertad no es destino, es herida abierta.
Se gana cada mañana con el temblor de seguir viva.
El cuerpo, por fin, pide espacio
y yo le digo que sí.
Seré silencio.
Seré todo lo que nunca me dejaron ser.
Algo arde todavía.
Una chispa escondida entre las costillas,
un llamado que no se apaga.
No quiero volver a ser la que sobrevivió.
Quiero ser la que desea,
la que inventa,
la que prende fuego la noche para ver mejor.
Que tiemble lo que tenga que caer.
Que duela lo que tenga que sanar.
Que se quemen los manuales.
Que miren, que hablen.
Porque cuando vayan a buscarme
solo van a encontrar
mi jaula ardiendo en llamas.
Kitana Wins
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La puta y la chinche
Este año fui a un pueblo italiano a la casa de un cliente para pasar tres días con él.
Era el departamento del tío que había fallecido. Me contó que no lo abrían hacía un año y medio hasta que él y la familia lo fueron a limpiar para alquilarlo.
Cuando me desperté, el cliente se había ido a trabajar.
Abrí la persiana y vi que había chinches pegadas al vidrio que querían entrar.
En ese lugar, rodeada de naturaleza y de un silencio profundo, me puse a pensar qué significaba esa señal en ese momento de mi vida.
Sentí que el hecho de que las chinches buscaran refugio en la casa vacía del tío simbolizaba un acto de recordar la vida que alguna vez existió en ese espacio. La búsqueda de cobijo, la necesidad de encontrar un lugar de descanso. Algo que quizás también la casa sentía después de un año de soledad.
Las chinches, generalmente, se las ve como una molestia, pero para mí en ese momento simbolizaban la vida que persiste y que busca un espacio seguro. Una metáfora de cómo los seres vivos siempre intentan conectar con su entorno y encontrar su lugar.
Reflexioné sobre la casa como un símbolo de protección y sobre cómo los espacios, incluso vacíos, pueden seguir guardando la energía de lo que fueron.
El otro día, acá en Ginebra, estaba cambiando el agua a las flores y vi una chinche adentro de una rosa marchita.
Hola, chinche. Nos volvemos a encontrar.
Yo, otra vez sola en un lugar nuevo, buscando mi lugar, mi refugio.
Dos seres pequeños en medio de una estructura grande.
Dos vidas delicadas dentro de algo que estamos dejando morir.
La semilla que no debería sobrevivir pero sobrevive igual.
La que no muere con lo que se pudre sino que renace.
La que convierte la decadencia en energía nueva.
La chinche quedó quieta adentro de la rosa.
Otro insecto habría saltado o intentado escapar. Este no.
Sentí que resistía.
De acá no me muevo
La fuerza
El aguante
De lo podrido también se renace
En lo podrido también hay de dónde agarrarse
Porque cuando todo se cae lo único que queda es volver a empezar
El inicio de algo mejor
Yo soy la chinche que no escapa, no corre, no huye
La que sabe esperar y sobrevive.
El bichito como espíritu que atraviesa la podredumbre.
El que transita marginado lo que los aceptados no se atreven.
El que transforma lo muerto en vida.
El que soporta a lo que nadie más podría soportar.
El que anuncia el cambio de ciclo.
El que se sostiene en condiciones donde nadie habría prosperado y aun así lo hace.
Florecer dentro de lo que se estaba muriendo.
Saber vivir en las grietas.
Sobrevivir a lo inhabitable.
La respuesta es sí.
Porque ya no estoy atrapada en un país marchito.
Porque ya entendí mi historia sin repetirla.
Porque ya salí del dolor viejo.
La chinche, al quedarse quieta, me muestra que ya no huyo de mi historia.
La miro, la comprendo y la transformo.
Ella está viva en un lugar donde nada más está vivo.
El bichito no tiene recursos propios. Tiene resistencia y destino.
Y yo también: en un país frío, sola, rodeada de rosas marchitas.
No me caigo, no me escapo, no muero.
Nada llega a nuestras manos por azar.
Estoy moviendo mi futuro.
Es hostil, es seco, pero…
Hay una semilla que solo puede brotar acá.
Lo que creció en condiciones imposibles ahora merece un jardín.
Ahora lo sé: no es la luz la que me sostiene sino mi propia sombra encontrando su forma.
No es la casa, ni el país, ni el silencio.
Soy yo, quieta como la chinche, respirando dentro de lo que parecía terminado, sosteniéndome sin testigos.
La vida no me empuja.
Me espera.
Y cuando decida moverme, nada va a detener la dirección que ya está escrita en mi resistencia.
Kitana Wins
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Sangrando, hecha mierda, pero sigo
Lamentablemente no puedo decir que conozco muchas putas buenas.
Tuve “amigas” que, con el tiempo, vi que me ocultaban la verdad, llevando agua para su propio pozo. También me hicieron trabajos, competían, se comparaban conmigo, me usaban para tener contactos o información.
Creo que eso viene de algo que tenemos instalado en el inconsciente colectivo: esa idea de que la otra es competencia, cuando en realidad es simplemente otra persona haciendo lo mismo que vos para salir adelante.
A mí nadie “me roba clientes”.
Los clientes van con todas, y a veces repiten con tal o cual.
No son exclusivos de nadie… son puteros.
Para no sentirte amenazada por otra, hay que mirar para adentro.
Y mirar para adentro, muchas veces, duele.
Duele porque hay culpa y vergüenza interiorizada que la sociedad nos metió desde siempre.
Mirarse por dentro es un privilegio y lo digo con todas las letras.
La salud mental importa en cualquier trabajo, no solo en la putería.
Sanar inseguridades, miedos, competencias silenciosas, envidias… debería ser algo fundamental.
Más en un mundo como éste, que tantas veces es un sálvese quien pueda, o al menos así lo sentí yo.
No es fácil encontrar amigas verdaderas entre las putas.
Y no lo digo para estigmatizarnos más, sino para tratar de entender cómo nos chipeó la sociedad.
Todas luchamos con nuestros fantasmas, pero qué feo caminar con pies de plomo porque no sabés en quién confiar.
Y ojalá fuese solo en la putería… pero también pasa afuera, con mujeres cis.
No quiero estar siempre perseguida con las minas, viendo si me drenan, si me copian, si me usan, si me sacan info.
Qué paja, loco.
Me doy cuenta de que un montón de factores dentro del mundo puteril son heavy.
Lxs dueñxs de los pisos, de los anuncios…
Siempre hay alguien queriendo pisarle la cabeza a alguien más.
Nuestro tiempo en esta tierra es finito, y pasa más rápido de lo que creemos.
¿Realmente vale la pena competir con las demás?
Para mí no.
No lleva a ningún lado.
Mejor competir con nosotras mismas.
Eso siempre lleva a buen puerto, a resultados reales.
Eso es lo más tangible y valioso que tenemos.
A veces no entiendo qué fuerza macabra empuja al individualismo de la gente.
Y la verdad, no sé si quiero entenderlo.
Prefiero seguir mi camino: incierto, pero verdadero.
Temeroso, pero con corazón.
Inestable, pero avanzando, aunque sea de a poco.
Si al final, lo único que me da felicidad es verme avanzar.
Y si este mundo quiere guerra,
que la tenga.
Yo ya elegí mi batalla:
ganarme a mí misma.
Camino con miedo, sí,
pero camino.
Caigo, pero aprendo.
Dudo, pero avanzo.
No necesito que el sistema me bendiga.
No necesito que las otras me aprueben.
No necesito un pedestal ni una corona.
Solo necesito mi forma de andar:
sucia, honesta,
rota y brillante.
Porque en un mundo que te quiere competidora,
yo elijo ser tormenta.
Y si me van a copiar,
que copien esto:
la fuerza de seguir,
aunque todo esté hecho mierda.
Yo no vine a gustarles.
Vine a ser libre.
Kitana Wins
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¿Vamos de putas?
Soy una puta sensible.
Soy una puta empática.
Soy una puta que muchas veces se divierte trabajando.
Soy de esas putas que te ofrecen un café y un vaso de agua.
Soy de esas putas que te preguntan cómo estás si te ven raro.
Soy de esas putas que te escuchan.
Soy de esas putas que te aconsejan.
Soy de esas putas que lloran con una canción triste.
Soy de esas putas que se han enamorado de un cliente.
Soy de esas putas que se desenamoran rápido.
Soy de esas putas que no esperan a nadie.
Soy de esas putas que planifican todo, del equipaje al último tour.
Soy de esas putas que se cocinan para sentirse en casa.
Soy una puta que te responde mal cuando está cansada.
Soy una puta seria pero también sonriente.
Soy una puta que se cuida, se hace los análisis.
Soy una puta que disfruta la soledad.
Soy una puta que asusta.
Soy una puta contestataria, política.
Soy una puta que deja huellas que a veces no recuerda.
Pongo el cuerpo, la voz, el tiempo, y sé que en otros queda algo de mí que yo ya olvidé.
Porque así son los encuentros: breves para mí, eternos para alguien.
No sé qué se llevan de mí, pero sé que algo se queda.
Soy una puta hecha de historia y de piel,
de risa, de cansancio, de memoria y de deseo.
Y en cada paso, escribo mi propia libertad.
Soy una puta que habita su verdad, con la esperanza de que las cosas sean mejores.
Y en esa verdad encuentro siempre un modo nuevo de renacer.
Soy una puta que late, que ríe, que duda, que arde.
Y en ese latido sé que no debo explicarme: ya soy suficiente.
Mi existencia también es resistencia.
Siempre quise dejar algo en el mundo,
y hoy entiendo que lo más punk y humano que puedo dejar es mi intimidad.
Y en cada abrazo, en cada huella que dejo, sigo viva, sigo mujer, sigo plena.
Kitana Wins
PUTA PORQUE PIENSO
No, no todas las putas son autogestivas e inteligentes,
ni todas están conectadas con su cuerpo, con su sexualidad y con sus límites.
No, no todas las putas rompen estructuras,
no todas tienen conciencia social, educación sexual…
Pero algo tenemos en común: a todas nos atraviesa el estigma
y nos ha atravesado la vergüenza.
Hay quien aún confunde el brillo con la libertad.
Pero todas, de algún modo, buscamos encontrarnos.
Porque la vergüenza es una sombra vieja,
una voz que se mete en la piel
y te susurra que valés menos.
Que la otra está haciendo más plata que vos,
porque se deja hacer lo que vos no,
porque cede lo que vos no.
Hay putas que prefieren olvidarse de sí mismas para facturar más.
Hay putas que se operan enteras para encajar.
No todas las putas se plantan ante la violencia estética.
Dentro de la putería también hay discriminación,
hasta entre las mismas putas.
Y ahí también se cuela el juicio,
como si existiera una forma correcta de ser puta,
como si la libertad tuviera reglamento.
”Ahora que tenés plata podés operarte las tetas, hacerte una lipo.”
“Vos siempre vas a trabajar porque sos distinta.”
“Vos seguro no trabajás porque estás llena de tatuajes.”
“A los clientes les gustan del este de Europa: elegantes, flacas, altas.”
“Con esos límites no vas a trabajar nunca.”
“Yo trabajo porque mirá: culo y tetas hechas… aman eso.”
Resistir en la putería es difícil.
Imaginate aguantar todos los días toda la presión estética y hegemónica que ponen sobre nuestros cuerpos.
A veces pienso que el espejo también cobra entrada,
que cada reflejo te pide una versión más dócil de vos.
Para mí, el verdadero punk es cobrarles por penetrar lo que siempre rechazaron en público,
con sus amigos,
para quedar bien,
para hacerse los campeones.
Lo que los asusta, los desafía,
los calienta y no saben por qué.
¿Quién penetra a quién?
Si todas sabemos abrir las piernas,
pero quien se te clava en el cerebro te desvirga… te desarma.
Toda mi vida me sentí rechazada por pensar,
por saber más que muchos hombres,
por leer, por tener mi ideología y mi visión del mundo armada.
Por abrazar mis contradicciones y querer saber más.
Siempre que salía a bailar, no se me acercaban por mi energía:
iban a hablarles a mis amigas.
Y ahí entendí: el pensamiento también erotiza,
pero a muchos les da miedo calentarse con una mente viva.
Siempre percibí el miedo que me tenían,
porque sabían que yo no iba a seguir sus reglas.
De chica sufrí ese rechazo: rechazo por pensar,
por animarme a ser yo misma, a instruirme, a cultivarme.
Me rechazaban por la música que escuchaba,
por cómo me vestía,
por no seguir el molde ni las modas del momento.
Veía (y veo) cómo las más tontas, calladas, sumisas logran las cosas antes que yo,
sin esfuerzo, sin romperse la cabeza, sin pensar.
¿Tendré que ser más tonta para alcanzar más rápido mis objetivos?
¿Tendré que ser más inconsciente para tener más clientes?
Y ahí el dilema me muerde:
pensar duele, pero callarse mata.
Veo compañeras desconectadas de su propio cuerpo,
y muchas veces me planteé desconectarme,
ser más maleable,
tonta, dócil, sumisa,
para tener más clientes, más plata.
Pero ser inconsciente es doloroso al final del día.
“Las personas tristes consumen más”, me dijo mi psicóloga.
Y entendí que no necesito más clientes,
ni más plata.
Quiero a los que me quieran fuerte, decidida, inteligente, feliz.
A los que valoran que me cuide.
Una fuerza imparable dentro mío no me deja dejar de ser yo misma,
ni dejar de ser humana.
Si yo no lastimo ni a un animal, ni a un bichito…
¿cómo voy a lastimarme a mí misma?
No puedo hacerme eso.
No puedo abandonarme después de todo lo que pasé.
No. No les voy a dar el gusto.
No me van a ganar.
Porque sigo acá, con la cabeza en alto,
aunque el mundo quiera cortármela.
No voy a ser productiva para la sociedad,
para una sociedad que me quiere a su manera.
Ser vos mismx es lo más difícil hoy en día,
cuando siempre te dicen cómo tenés que ser.
Y acá estoy.
Pensando, resistiendo, sintiendo.
Puta porque pienso.
Puta porque no me rindo.
Puta porque elijo, una y otra vez,
seguir siendo mía.
Nunca me pudieron dormir.
Y nunca van a poder.
Yo descanso, no duermo.
Kitana Wins
Torbellino de putería y cadenas rotas
A veces, cuando salgo a pasear por las ciudades donde voy a trabajar,
no puedo creer que haya llegado hasta acá sola.
Camino y el viento me pregunta:
“¿cuántas veces pensaste que no ibas a poder?”
Y me río,
porque sigo de pie.
Me emociona pensar en todo lo que tuve que atravesar para llegar hasta acá.
Siento la fuerza de mis ancestrxs empujándome, acompañándome,
para que finalmente alguien de la familia busque su verdad en libertad.
Porque hubo un antes.
Y ese antes dolía.
Pensar que nadie creía en mí.
Que trabajé en lugares que no me gustaban, explotada,
solo para seguir respirando.
Que me costó años conseguir laburo en Mar del Plata.
Que trabajé por los sueños de otrxs,
mientras el mío se me dormía en los bolsillos.
Que conté los días comiendo arroz hasta volver a cobrar.
Que gente “amiga”, con negocio, no me dio trabajo.
Que me robaron varias veces volviendo del trabajo.
Que me siguieron en la oscuridad,
sombras masculinas detrás de mí con hambre
de poder,
y aún así caminé,
con el miedo en la garganta y la rabia en los pies.
Que tuve que tragarme las palabras ante jefxs abusivxs y déspotas.
Que fui a trabajar enferma, sintiéndome para el orto,
porque ni con certificado médico me dejaban faltar.
Que mi vieja se reventó las muñecas llevándonos al jardín en colectivo.
Que hicimos trueque en el 2002,
y aún así sonreíamos con los vouchers de Disco que nos daba la abuela.
Y hoy estoy acá.
Caminando por ciudades que nunca pensé que iba a conocer.
Por el mundo.
Respirando otros aires,
con mi pecho desobediente,
con mi propia fuerza,
recolectando figuritas para llenar el álbum de
la sabiduría.
Gracias a la putería consciente y organizada puedo vivir lo que siempre soñé.
Aunque muchxs nos rechacen por putas,
a muchas se nos abrió la oportunidad de cumplir nuestras metas así,
y no por eso somos menos dignas, menos humanas.
Porque quien se prostituye en una oficina te señala con el dedo acusador,
sin entender que hay mil maneras de sobrevivir.
Nosotras no le hacemos mal a nadie.
Ofrecer sexo, ofrecer compañía a cambio de dinero no debería ser un escándalo.
Quizás te parezca indigno vender sexo.
A mí me parece indigno perder la vida detrás de un sistema
que me quiere obediente, empobrecida, sumisa.
Que me quiere atada al balde y al escobillón,
al horno, al reloj, al “gracias por servir”.
Que me quiere criando hijxs que no soñé,
sosteniendo casas que no son mías,
limpiando las huellas de los que pisan sin mirar.
Pero no nací para limpiar el desastre del mundo.
Nací para encenderlo.
Veo gente en esos “trabajos dignos” que tanto defienden,
dejando pasar su vida delante de sus ojos,
sin tiempo para sus propios sueños.
Conformistas.
Volando bajo.
Yo abrazo la putería.
Porque me sacó de donde estaba.
Porque me hizo verme de un ángulo distinto.
Porque me enseñó a cobrar lo que antes hacía gratis
(y muchas veces sin ni siquiera terminar satisfecha).
Abrazo la putería.
Porque me dio una voz cuando el mundo me quería muda.
Porque mi cuerpo no es mercancía: es territorio libre.
Porque me enseñó a caminar con la cabeza en alto,
con el cuerpo como bandera,
con el deseo como fuego.
Porque me reconcilió con mi cuerpo,
con mi historia,
con mis muertas y mis vivas.
Porque en cada encuentro,
en cada gemido,
las ancestras me susurran:
“nunca te avergüences del fuego que te habita”.
Camino con ellxs,
con mi deseo como ofrenda,
con mi libertad como altar.
No soy vergüenza ni víctima.
Soy historia viva,
cicatriz y celebración.
Camino sobre el asfalto del juicio
dejando huellas con sangre y brillo,
porque la dignidad también usa tacos,
y no pide permiso para existir.
Abrazo la putería.
Porque del barro también se nace.
Porque del dolor hice alquimia estética.
Que tiemblen los patrones, las patronas,
los curas, las monjas,
los jueces y juezas del deseo.
No vine a pedir permiso,
vine a quedarme,
a tener orgasmos múltiples
y gozarlos como victoria.
Soy la falla del sistema.
Soy la herejía que respira.
Soy la nieta que rompió las cadenas,
la hija que eligió el placer sobre la culpa,
la mujer que se hizo libre sin pedir perdón.
Y si este mundo no me quiere,
que aprenda que quien hace lo mejor que puede
también merece respeto.
Acá estoy, y no pienso retroceder un centímetro.
Kitana Wins
Verbo: Putear
Al final, nada de lo que te venden es como te lo describen.
Ninguna visión ajena será tan importante como la propia.
Una puede ir con una esperanza, con una promesa, idealizando un lugar…
Pero cuando ese lugar te atraviesa con su energía, las voces ajenas en tu cabeza se escuchan cada vez más lejanas, hasta que desaparecen.
Viajar mucho me dio el coraje de creer más en mí y de tomar las opiniones de lxs demás con pinzas.
No hay una persona igual a otra, y entendí que generalizar es cosa de quien no quiere ver la diversa realidad.
Quizás por eso, cuando una se sale del molde, la mirada ajena se endurece.
Esa necesidad de control, de querer categorizar, de que todo funcione según reglas, puede volverse fría o discriminadora cuando se enfrenta con lo diferente o lo imprevisible.
Lo alternativo, lo sensual, lo caótico… todo eso descoloca a quien está acostumbradx a que todo tenga un manual.
Y sin embargo, ahí en lo que no encaja habita la verdad más viva.
Lo más hermoso de la vida no se toca ni tiene instrucciones de uso;
lo que nos hace humanxs, tampoco.
La gente que me dice que soy más linda en persona no entiende que la energía no se transmite a través de una foto: se transmite en presencia.
Como los conocimientos que creaban rebeliones en el pasado.
Como la magia, los trucos y las trampas que confundían atacantes y salvaban vidas inocentes.
Esa energía también habita en mi trabajo, aunque a veces queme reconocerlo.
A veces me pierdo de tanto tratar de entender las cosas del trabajo sexual: los lugares donde puedo o no trabajar, el tipo de clientes, si me conviene o no ir en tal o cual fecha.
Pero menos mal que nunca me pierdo a mí misma.
Ni en las opiniones ajenas constantes.
Ni en las reseñas de clientes que inventan más que Spielberg.
El trabajo sexual me nutre; otras veces me asfixia.
Me ama y me odia.
Como la sociedad que me mira con asco por la calle, pero me dedica un orgasmo cuando me piensa a escondidas.
A veces me pregunto si mi cuerpo es mi templo o mi trinchera.
Tal vez las dos cosas.
En cada encuentro dejo un pedazo de mi fuego, y recojo algo que no siempre sé nombrar:
un silencio, una mirada, un cansancio ajeno que se disuelve en mis manos.
Eso también es intercambio, aunque no figure en ninguna tarifa.
Qué hermosa y dolorosa contradicción es vivir la vida:
dejar lugares, llegar a otros, creer que te encontraste por unos días y
volver a perderte.
Nunca me siento cien por ciento en casa en ningún lado.
Un lugar físico no puede ser un hogar; el hogar huele a alma, a cambio
constante, a coraje.
Y tal vez por eso sigo moviéndome.
Me pregunto si algún día voy a querer dejar de viajar,
de descubrir tierras que, al pisarlas, les dejo algo mío: un pedacito de mi historia.
A pesar de que ningún lugar abrace fuerte.
A pesar de que nadie te entienda.
A pesar de que haya que tocar fondo para que esa mano aparezca.
A pesar de que no huela a perfume de abuela.
Ni a llegar a casa y que te estén esperando con la comida.
Ni a mañana soleada de domingo.
Ni a mar de invierno marplatense.
Al final, todo lo que poseo es este cuerpo que resiste,
esta mente que no se rinde,
y esta voz que no quiere pertenecer,
sino decir.
Porque mi hogar no tiene techo,
mi cuerpo no tiene dueño,
y mi historia arde sin pedir permiso.
Ardida, sí.
Pero viva.
Entera.
En un mundo que aún no aprendió a mirar sin miedo.
A las que crecimos escuchando que ser puta era lo peor que podía ser,
a las que nos llamaban putas por pensar, por opinar, por vivir el deseo…
pero nunca por cobrar.
Y cuando finalmente empezamos a cobrar,
cuando realmente soy puta,
el mundo se ofendió y odió que abrazara la etiqueta que siempre nos puso.
A las que no tenemos miedo de serlo,
y eso les duele más que cualquier pecado.
Ahora nosotras tenemos el cuchillo por el mango.
Kitana Wins
Lo que el mundo tira, yo abrazo
Estaba limpiando mi terraza cuando escuché que algo cayó.
Me acerqué y vi un caracol.
El golpe le había partido el caparazón por la mitad.
Quedó inmóvil, malherido.
Miré hacia arriba, pero no vi quién había sido.
Solo me pregunté:
¿cómo se puede estar tan desconectado de la vida de otro ser?
Por más pequeño que sea, sufre, vive y cumple una misión.
El mundo puede tirar lo que no entiende.
Ante el dolor de un ser diminuto e inocente, nunca puedo mirar hacia otro lado.
Sé reconocer lo que todavía tiene fuerza.
No todo lo que cae está perdido.
Hay vidas, partes de mí misma, que otros tiraron,
pero que yo supe cuidar.
Con bronca y tristeza, busqué un tupper,
humedecí servilletas,
puse unas hojas de perejil
y le armé un refugio.
El caracol empezó a moverse sin la mitad de su caparazón,
contento mientras le rociaba agua fresca.
Yo solo quería poder salvarlo,
poder revertir la crueldad que lo había arrojado.
Su caída traía un lenguaje antiguo.
La lección estaba ahí, arrastrándose frente a mí:
la vulnerabilidad protegida: una vida suave dentro de una armadura rota.
La belleza lenta: eso que otros pisan sin mirar, pero que tiene su propio brillo.
La reparación de lo quebrado: igual que yo, reconstruyendo lo que dañaron sin dejar de ser sensible.
Alguien tiró un cuerpo,
pero yo lo transformé en símbolo.
Le di refugio,
le di agua,
le hice una casa.
Eso mismo estoy haciendo conmigo.
Mientras curo al caracol,
él cura mi parte rota.
El caracol lleva su casa encima.
Se mueve despacio,
pero seguro.
Se protege sin dejar de avanzar.
Eso soy yo ahora.
Ya no necesito un país,
una habitación
ni un cliente para validarme.
Llevo mi templo conmigo.
Y si alguien no ve lo que valgo,
no es espejo: es filtro.
Honro la vida más allá de los sistemas humanos,
más allá del “valor” que se le da a un ser.
Todo lo que cuidamos nos devuelve algo.
El caracol vino a recordarme
que mi ética es mi magia, y que eso mismo guía mi trabajo y mis
decisiones:
ofrecer dignidad, cuidado y belleza
en un mundo que a veces olvida esas cualidades.
Murió por el golpe, con el cuerpo roto, pero no murió abandonado.
Lo cubrí de hojas, como quien arropa a un dios pequeño.
Lo enterré llorando, en la planta que había comprado para él.
Esa tierra lo abrazó como si siempre hubiera sido su destino.
No lo salvé,
pero lo acompañé hasta el final.
Y eso también es revolución:
cuidar lo que el mundo desecha,
honrar lo pequeño,
resistir sin coraza.
El caracol murió,
pero su gesto quedó:
una vida diminuta enseñándome
que la ternura también puede ser un arma.
Kitana Wins
Caretofobia
Si alguna vez diste un paso hacia adelante en tu vida, vas a entenderme.
Avanzar no solo es perder estabilidad o seguridad: es perder gente.
Personas que, al ver tu movimiento, ven lo quietas que están.
Y la envidia se hace silencio; la competencia, invisible.
Lo inentendible es que muchas de esas personas conocen tu historia.
Te vieron luchar, caer, levantarte.
Saben de tus noches, de tus heridas, de tu fuerza.
Y aun así, algo en su interior se tuerce:
empiezan a compararse, a imitarte, a drenarte.
No lo dicen, pero lo hacen.
Se nota en las miradas, en los suspiros, en los comentarios tragados.
Hablan un idioma peculiar: la imitación.
Cuando sienten que te les escapás, copian tu ropa, tu forma de hablar,
la música que escuchás, la manera en que ves el mundo.
Hasta quieren vivir lo mismo que vos: creen que pueden repetir tu vida.
Qué triste cuando lxs que creías compañerxs de batalla
terminan siendo sombras que solo repiten tu eco.
La paradoja es que te vieron sangrar por la herida de ser libre,
pero ellxs no quieren sangrar.
Quieren una pantomima de libertad, sin su profundidad,
sin la caída, sin el riesgo.
Muchxs confunden libertad con personaje,
pero los personajes se quiebran con el primer viento.
Y no todxs están dispuestxs a pagar su precio:
el aislamiento, las rupturas, la soledad de sostenerte sola,
el temblor de no tener red.
Ser yo contra el mundo no nació del capricho.
Nació de la necesidad.
De ser tan piba y tener que aprender a resistir.
De volver sola del colegio,
De que nadie te vaya a ver a los actos porque estaban trabajando,
De robar golosinas porque no había plata para el kiosco,
ni para el First de inglés que tanto soñaba.
Tenía un par de zapatillas y muchas ganas de volar.
Jugaba en la vereda, trepada a los árboles,
imaginando otros mundos posibles.
Mi libertad no es un privilegio, es una conquista.
No nació de la comodidad, sino del esfuerzo,
de la resistencia, del hambre de ser alguien en un mundo que no te regala nada.
Mi independencia no viene de la pose:
viene del dolor transformado en poder.
Y eso incomoda.
Incomoda a quienes nunca tuvieron el coraje de mirar de frente su miedo a ser libres.
Y este tipo de gente también aparece entre los clientes.
Clientes que quieren comandar tu tarifario, tu forma de pararte en el deseo,
que creen que pueden ponerle precio a tu cuerpo,
pero no entienden el valor de tu camino.
Cuando revisás tus márgenes y ajustás tus precios porque sabés lo que valés,
te cuestionan.
Les gusta la piba que habla su idioma, que es educada, sana, profesional,
que recibe en espacios limpios y hermosos,
pero no quieren pagar el precio.
Porque el precio no es solo sexo:
es toda la inversión, el estudio, el aguante, el pulso que hay detrás.
Dicen: “Esta puta va a hacer lo que yo diga”.
Odian que vos tengas ojos para mirar la verdad,
que tu pecho esté abierto a sentir la vida.
Creen que pagando menos pueden llenar su vacío,
o alcanzar la altura de tu fuerza… pero no lo lograrán.
La fuerza no se compra, papu.
La gente careta detesta que vivas en coherencia.
Y yo detesto a la gente careta.
Tengo caretofobia, como Ricky Espinosa.
Porque siempre es:
“¡Ay, mirá cómo viaja por todos lados!”,
y nunca:
“¿Cómo habrá encontrado la fuerza para hacerlo?”
No ven la sangre, solo el brillo.
No ven el peso, solo el vuelo.
Y si algo aprendí,
es que la libertad se cobra en piel, pero vale cada cicatriz.
Porque sentir mucho te hace caer en la cuenta
de que la vida algún día se va a terminar,
y el día que se termine,
quiero que me encuentre acostada en mi valentía,
y no en la frustración de haber vivido copiando el valor ajeno.
Kitana Wins
Dos putas solas en Bologna
En mi adolescencia siempre había abrazado mi pansexualidad.
Miraba una y otra vez Breakfast on Pluto con Cillian Murphy, seguía todo lo que hacía Jeffree Star. Me fascinaba cómo se maquillaba y vestía Marilyn Manson. Lo femenino envuelto en cuero y furia. Esa mezcla de ternura y peligro que siempre me habló al oído.
Pero un día, las malas experiencias me cerraron a esa parte mía.
Cuando comencé con el trabajo sexual, vivencié muchas malas experiencias con mujeres trans que me hicieron empezar a tenerles miedo.
Una vez, en Roma, en un bed and breakfast donde había muchas habitaciones para trabajadorxs sexuales, llegué y me puse a trabajar. En ese lugar, cada una tenía un portero en la habitación y se escuchaba cuando abrían la puerta de abajo.
Al tercer cliente, que era fijo mío, abro la puerta… pero el cliente nunca sube. Lo llamo y me dice, asustado, que entró al edificio pero vio “a un hombre con peluca” desnudo de la cintura para abajo.
Yo, sin entender nada pero sin poder perder a un cliente, salí de mi habitación. Vi a una chica trans, solo con una remera corta, apoyada en la puerta de su habitación, mirándome con cara de culo.
La saludé sin respuesta y bajé a buscar al cliente.
Ese día, por suerte, pude trabajar tranquila.
A la mañana siguiente, cuando salgo de mi habitación, veo que en la alfombrita de entrada alguien había cagado.
Confundida y asqueada, llamo al dueño del lugar. Mira las cámaras y me dice que fue la trans de pelo negro de la habitación cuatro.
Yo, sin entender el porqué, fui a tocarle la puerta para preguntarle qué había pasado. Nadie respondió.
Fui a desayunar a la cocina compartida y escucho que sale de su habitación. Me mira y se me viene encima, gritando:
-¡Vos! ¡Vos me estás robando la energía de trabajo! Ayer no hice ni un cliente mientras vos no parabas de abrir la puerta.
Le respondí:
-Pará, yo no te estoy robando nada. Cada una tiene su suerte acá. Estamos todas en la misma.
Se me acerca violentamente y me quiere pegar una piña, que esquivé por poco. Su puño se incrustó en la puerta de la cocina.
Yo, asustada, me metí en mi habitación hasta que llegó el dueño y la terminó echando.
Otra vez, en otro bed and breakfast puteril de otra ciudad (esas estructuras donde cada una tiene su habitación pero compartimos cocina), cae la policía.
Ya sabíamos que, si tocaban la puerta y ninguna estaba esperando un cliente, no podíamos abrir. Pero una chica trans, nueva en el lugar, sin saber la regla, abrió la puerta.
Todas quedamos afuera de nuestras habitaciones, asustadas, mientras la policía pedía documentos e intentaba presionarnos para entrar a revisar.
A la única que intentaron esposar fue a la chica trans que abrió la puerta.
Muchas no tenían documentos en regla, pero yo sí.
Me acerqué a la policía y les pedí la orden:
-No pueden entrar, ni llevarnos, ni revisar sin una orden. Suéltenla. Estamos de vacaciones, en un lugar turístico. Si quieren entrar, traigan el permiso correspondiente.
La policía se fue.
Y la chica trans ni me agradeció. Se metió en su habitación.
Me sentí mal, pero pensé: bue, ya fue.
A los días llegó otra chica trans con la que pegué buena onda. Salíamos a desayunar juntas, nos reíamos de los clientes de mierda y de la gente que nos miraba mal por la calle.
Hasta que me preguntó a qué ciudad iba a ir después y en qué barrio pensaba trabajar.
Le conté, y me dijo:
-Ay, ese no es barrio para alguien de tu nivel. Te paso el contacto de un amigo que tiene apartamentos en la mejor zona, pero vas a tener que cancelar la reserva que ya tenés.
Yo, ingenua, nueva en el ambiente y confiada, lo hice.
Creía en ella, en su palabra.
Hasta que llegué a la ciudad.
Tuve la suerte de que un cliente amigo me llevó en auto. En la ruta le escribí varias veces al supuesto dueño del piso, pero tardaba en responder.
Cuando ya estábamos por llegar, me responde:
-La trola que estaba antes rompió el baño… al final son todas unas putas de mierda.
Le contesté:
-¿Cómo que de mierda? Mirá que las trolas somos las que te dan de comer, hermano.
Me cortó, no me contestó más y, sí, me quedé sin lugar para trabajar.
Llamé a una amiga desesperada, y me pasó la data de un hotel donde se podía laburar.
El cliente se registró conmigo para despistar, y finalmente pude empezar a trabajar tranquila.
Estuve varios días sin contestarle a la chica trans porque tenía mucho trabajo.
Cuando le escribí, le dije:
-Hola, guacha, estoy a full con el laburo. Al final el contacto que me pasaste era un forro. Apenas esté más tranquila te llamo. Contame cómo estás.
Me responde:
-Ah, bueno. ¿Y a quién le importa si estás trabajando o no? ¿Querés refregarme que estás haciendo dinero? Ni te pregunté.
Ahí me cayó la ficha: ella quiso cagarme.
Me mandó a ese lugar de mierda sabiendo que me iba a quedar en la calle.
Y cuando vio que lo resolví y que encima estaba trabajando, se enfureció.
La mandé a la mierda y la bloqueé.
Me cerré a las personas trans del ambiente puteril.
No quise saber nada por mucho tiempo.
Me generaban rechazo, desconfianza… hasta temor.
Me convencí de que todas eran así.
Desconfié. Me alejé. Me volví dura.
Leí teoría TERF y me calzó perfecto.
Decía: “Son hombres resentidos, violentos, competitivos.”
Y yo asentía con la cabeza, recordando cada historia, cada golpe, cada traición.
Hasta que una noche, en Bologna, todo se rompió.
Empecé a escuchar golpes en el pasillo.
Miré por la mirilla: una chica, pateando y tratando de abrir la puerta de un departamento.
Una vecina abrió su puerta para mirar.
Yo también abrí. Vi a una chica trans, con el bolso roto y el maquillaje corrido, que parecía borracha, a las patadas con la puerta, tratando de abrir sin llave.
Salí y vi que no estaba en sus cabales, mientras la vecina llamaba a la policía.
La chica, cansada de luchar con la puerta, se desvaneció.
Me acerqué. Ella, asustada, se despertó y me dijo:
-¡Andate!
Le dije:
-Tranquila. ¿Qué te pasó? ¿Querés un vaso de agua?
Vi que tenía la ropa desgarrada y me preocupé.
Le pregunté si tenía las llaves, que podía ayudarla a abrir.
Me tiró el bolso en la cara. Busqué: no había llaves.
Solo preservativos, gel y lencería.
Era una compañera.
La vecina gritó:
-¡Ya viene la policía!
Yo, con miedo pero con algo fuerte en el pecho, le dije:
-No, señora. Yo la conozco. Se olvidó las llaves adentro. No llame a nadie.
Le pregunté si quería entrar a mi apartamento. Se paró como pudo.
Ya adentro, se sentó en el sillón.
Le dije:
-Yo también soy puta, no te preocupes. ¿Qué te pasó?
Ella me contó:
-Fui a la casa de un cliente. Estábamos hablando y tomando vino, y empecé a sentirme mal. No me acuerdo mucho. Me despertó el cliente de una cachetada y me tiró a la calle.
Me di cuenta: la había drogado.
Sentí una angustia enorme.
Ella, todavía ida, apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y se quedó entredormida.
Vi que era tan vulnerable como yo.
Y ahí lo entendí todo.
Cuando vi su cuerpo temblando, comprendí:
Ella era yo.
Y yo era ella.
Solo en distintos días, con distinta suerte.
Esa noche se cayó toda la teoría.
Todas las palabras que había usado para defender mi miedo se desmoronaron.
La sociedad nos odia por lo mismo:
por poner el cuerpo,
por existir fuera del molde,
por no pedir permiso para vivir.
Llené la bañera, busqué una toalla limpia, le dejé un pijama.
La escuché respirar mientras dormía en el sillón envuelta en una frazada que olía a jabón y a segunda oportunidad.
Afuera empezaba a amanecer, y por la ventana entraba esa luz fría que limpia todo sin preguntar.
Esa noche entendí que no hay “ellas” ni “nosotras”.
Esa noche se me rompió algo adentro, pero no fue dolor: fue culpa.
Entendí que el respeto no se predica, se practica.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que me estaba reconciliando con algo más grande que una persona.
Me estaba también reconciliando con una parte mía.
Yo, que había dejado que el dolor se me hiciera ideología.
Yo, que había olvidado que todas cargamos la misma herida, solo en cuerpos distintos.
Y en ese mismo lugar, donde tanto me había roto, entró algo nuevo, algo parecido al amor.
Esa madrugada, dos putas solas en Bologna fuimos más humanas que todo el mundo que nos juzga.
Kitana Wins
Las putas pagamos tu hipoteca
Hoy un cliente me llamó con actitud de superado.
No quería escuchar mis reglas. Le dije que cada una tiene las suyas.
Él, riendo entre dientes, me dice:
—Yo las conozco a ustedes.
—No. Vos a mí no me conocés.
Yo a vos sí te conozco. Porque los hombres que requieren nuestros servicios suelen tener perfiles parecidos, y yo encontré muchos más de las chicas que vos podrías haber frecuentado.
Además, cada una de nosotras ejerce este trabajo por razones distintas.
Es imposible encuadrarnos.
Así que no: vos no me conocés.
¿Vas a escuchar mis reglas?
El inconsciente colectivo piensa que las putas somos todas iguales.
Que somos frías, calculadoras, mentirosas, manipuladoras, deshonestas, sin dignidad.
Que no nos queremos. Que no nos respetamos.
Que somos malas personas.
Que estamos trabajando y haciendo plata 24/7.
Nada más alejado de la realidad.
Hace ya poco más de un año que, al menos para mí, la economía se volvió mucho más restrictiva.
Subieron los precios de los apartamentos, de los anuncios, de la comida, del transporte… de todo.
El imaginario dice que nadamos en billetes.
Pero en realidad, la mayor parte de lo que se gana se reinvierte en el próximo tour.
Quizás si se vive donde se trabaja es más fácil, pero yo nunca lo intenté.
Muchas de las cosas que hago hoy las aprendí de una compañera que me aconsejó cuando empecé.
Es difícil aprender a ejercer este trabajo de manera “correcta”.
Tenés que organizar viajes, cuidar tu salud física y mental, estar disponible, atender llamadas que muchas veces son irrespetuosas, porque no hay educación que enseñe que somos seres humanos.
Porque cuando se repartió la empatía, se olvidaron de las putas.
Es difícil sentirte bien cuando estás todo el día encerrada, esperando trabajar, pero nadie llama.
Nadie viene.
Es difícil sentirte suficiente cuando no llegás a pagar lo básico.
Invertís para que inviertan en vos.
Vivís esperando que esta vez vaya bien.
Que ese cliente fijo vuelva.
Que no te aumenten el alquiler, ni el anuncio.
Que nadie venga a hacerte daño.
Que no te paguen con billetes falsos.
Que no quieran sobrepasar tus límites.
No hay puta que haya conocido que no haya tenido que esforzarse por tener lo que tiene o por salir adelante.
Acá, las personas que más ganan son las que comen a consecuencia de nuestra clandestinidad, nuestra precarización y nuestra falta de derechos.
Se llenan los bolsillos porque las y los propietarios te cobran el alquiler más caro que a un turista.
Los anuncios aumentaron cuatro veces en menos de un año.
Las plataformas operan desde bases fuera del país, sin regulaciones locales.
Nosotras, en cambio, ni siquiera estamos reguladas.
Así que mientras ellos hacen caja desde lejos en paraísos fiscales, nosotras seguimos peleando para que se reconozca nuestro derecho a existir.
Todo un sistema se alimenta de nuestra vulnerabilidad.
Y yo me acuerdo de la pandemia.
La solitaria pandemia en la que ninguna persona abolicionista vino a darnos una mano.
Ni un plato de comida.
Nos terminamos ayudando entre nosotras.
Trabajé igual, con miedo.
Pero más miedo me daba no comer.
Quedarme en la calle.
Mis clientes eran los trabajadores “esenciales”.
Después, los “no esenciales”. Y así.
Ni el Estado, ni las abolos, ni nadie.
Porque las abolicionistas dicen que no quieren que nos exploten.
Pero sin derechos, no te explota un proxeneta:
te explota el sistema inmobiliario,
te explota el sistema de anuncios,
te explota el mismo Estado.
Porque nos quieren “libres”, pero sin alternativas reales.
Sin vivienda.
Sin seguridad.
Sin salud.
Sin comida.
Porque para ellas, nuestra libertad solo vale si dejamos de ser putas.
Pero el problema no es que seamos putas.
El problema es que no tenemos derechos.
Esto no se arregla con trabajos de limpieza, ni de costura, ni de cuidados.
Esto se arregla con derechos.
Con reconocimiento.
Poner el cuerpo cansa cuando tu lucha es silenciosa.
Poner el cuerpo duele cuando tu lucha es silenciada, minimizada.
Ojalá mis palabras sirvan de algo.
Porque a mí me sirven para seguir acá.
Firme.
Haciendo activismo como puedo.
Poniéndole voz a las putas.
Esperando que ese cliente con dinero me llame.
Nos llame.
Y podamos pagar las cuentas.
Esperando que el Estado nos escuche.
Finalmente.
Kitana Wins
Sobrevivir es venganza
Desde la ventana de mi habitación puedo ver la terraza lejana del edificio de enfrente, donde hace bastante que intentan alejar a las palomas con distintos métodos: cintas de colores, aves de presa falsas, barriletes, molinetes metalizados. Cada vez que vuelvo a casa de un tour hay una trampa distinta, pero siempre igual de ineficiente.
Amo ver cómo las palomas se adaptan y se cagan de risa en la cara del humano que insiste en creer que el mundo es solo para él.
Nunca lo fue. Nunca lo será.
La paloma es rechazada y marginada por la sociedad, catalogada como plaga, como sucia, cuando en verdad es solo un pajarito que el humano domesticó en el pasado y después tiró a la calle cuando no le servía más.
La historia de las palomas es brava.
A mí me gustan las palomas.
Yo banco a las palomas.
He salvado varias, heridas por trampas macabras. Y sí, me siento un poco como ellas.
Porque siempre me adapto.
Adaptarse es un superpoder.
No se compra, no se roba. Se te pega y no se va más.
Antes no lo veía. Hasta que me fui de casa de más piba y entendí. La adaptación se volvió magia. En casa ya me había curtido, afuera se volvió arma.
Ser puta es como ser paloma.
Nos aceptaron cuando les convenía.
Nos quisieron a escondidas y después nos escupieron.
Ahora somos “molestia”, “sucias”, “plaga”.
Estamos ahí, pero nadie nos quiere ver.
Nos ponen trampas. Sobrevivimos.
Aunque muchas queden en el camino.
La violencia es la misma.
No tenemos derechos.
Si nos matan, da igual.
Normalizan patearnos, corrernos a escobazos, borrarnos.
La diferencia es que la paloma todavía puede volar.
Nosotras no.
Y aun así seguimos vivas.
Molestas.
Indomables.
Eternas.
Inmortales.
Kitana Wins
Gritando se entiende la gente
Cuando apenas llegué a Europa no sabía muy bien cómo ni dónde ejercer el trabajo sexual. Una compañera que conocí en un piso y con la que pegamos onda, me invitó a ir a una plaza con ella.
Una plaza es un lugar, tipo casa de citas, donde trabajás para otros, en relación de dependencia.
Ellos se quedan con un gran porcentaje de cada encuentro, entre un 40 y un 50 por ciento. Ahí parece que nadie se queja.
Te dan un lugar para dormir en habitaciones compartidas con tres o cuatro chicas. No hay privacidad ni tiempo propio: tenés que estar disponible desde las 11 de la mañana hasta la medianoche (hasta la una los fines de semana). No podés frenar por menstruación ni tomarte un descanso, solo parar a comer algo rápido.
Las reglas son ambiguas: dicen que no te obligan a nada, pero si no hacés ciertas cosas, ellos mismos te publican a menor precio en su web.
Ahí no hay libertad.
Ahí no elegís nada.
Son los clientes quienes te eligen a vos.
La “presentación” era un desfile obligatorio frente a los clientes. Cada vez que gritaban “¡presentación!”, significaba que habían llegado. Tenías que salir al living, desfilar con la mejor cara posible, sonreír entre dientes y decir tu nombre de trabajo. Ellos nunca lo recordaban: te llamaban “la segunda”, “la tercera”, “la tatuada”… Así te elegían.
Yo, que siempre había trabajado independiente, empecé a sentirme mal el primer día.
No nací para tener jefe.
No nací para que me elijan.
Nací para elegir yo.
Hasta que me eligió uno.
Un habitué de la casa. Un señor que podría haber sido mi abuelo.
Ese día era el día de la lencería: tacos, encaje, la sonrisa ensayada.
Me presenté.
Eligió a la tatuada.
Era yo.
Camino hacia la habitación 3. “Este es fijo, me dicen. Grita cuando eyacula”.
Treinta pasos con mil pensamientos en la cabeza, pero mis pies firmes.
Entro.
Él me saluda como si fuera dueño del lugar:
-Yo acá soy cliente de la casa… estoy con todas las chicas que vienen.
Yo sonrío, seca:
-Me alegro, corazón. Vamos al baño así te preparás.
Me incomodaba, pero me mantenía entera.
Ya en la cama, me habló casi toda la hora de sus logros: la casa en Miami, los hijos que lo aman, los barcos que colecciona.
Yo jugueteaba con mi pelo, miraba un cuadro de angelitos en la pared. ¿Qué hacen angelitos acá? Acá nadie es angelito. Me hacían falta diablitos que le cerraran la boca.
Cansada, subí la música.
Bailé como si no hubiera un mañana.
Él se tocaba mientras me miraba:
-A mi edad ya no llegamos nunca a tener relaciones… me gusta cómo te movés.
Me acerqué, lo senté en la cama, le bailé encima. Gateé. Él jadeaba.
—Ninguna chica me había bailado así antes.
Me pidió que lo mirara fijo a los ojos mientras se tocaba, para que lo mirara bien “cuando viniera”.
Quiso incomodarme, pero yo no bajé la mirada.
Y entonces llegó el momento.
Él abrió la boca para gritar, como acostumbraba a hacer para asustar a las chicas.
Justo antes de que lo hiciera, me le acerqué y grité más fuerte que nunca:
—¡AAAAAAAAHHHHHH!
Se asustó.
Me miró desencajado, balbuceó algo y bajó la vista con la vergüenza de un hombre desnudo al que ya nadie respeta.
Al final, en esa casa, alguien gritó por placer… y fui yo.
Alguien tenía que darle su merecido.
Y esa fue mi primera y última vez en una plaza.
Kitana Wins
Los dibujitos me tocaron más que cualquier cliente
Esto es para los que me miran con burla.
Para quienes creen que crecer es endurecerse.
Para los que se tragan el mundo sin masticarlo.
Para los que nunca sintieron nada y encima se enorgullecen.
Para los que se dejan llevar por las apariencias.
Para los que hablan mucho y hacen poco.
Para los que se ríen de lo que no entienden, como si eso los hiciera más fuertes.
Yo no vine a encajar en su molde: vine a romperlo.
¿Alguna vez te detuviste a ver realmente a Top Cat?
Un gato pobre que, con su inteligencia, burla a la policía, pero es tan noble que hasta el oficial llora cuando cree que él muere. La fuerza de su banda callejera. La lealtad entre marginados.
¿Y Los Picapiedra?
Cuando se mudan los vecinos Frankenpiedra, Pedro los juzga por su aspecto y su casa fuera de las normas, mientras Pablo y Betty se abren a conocerlos. Y cuando Pebbles está en peligro, es ese vecino “raro” el que la salva sin dudar un segundo.
Ahí está la lección: no es lo que parece, sino lo que se hace.
Los dibujitos animados fueron mi primera escuela de pensamiento crítico.
Mi primer espejo.
Mi zona segura para volver a creer en el bien cuando el mundo real se volvía demasiado cruel.
Y no son solo entretenimiento:
son filosofía, política, empatía, memoria y resistencia.
Ahí aprendí sobre justicia, cuidado, compañerismo, prejuicios, amor, pérdida, libertad.
Ahí el mundo se me hizo habitable.
Son profundamente humanos.
Y sí, también son inclusión.
Porque antes de que muchos se atrevieran a hablar de racismo en la vida real, los dibujitos ya estaban sembrando esa semilla.
Ya nos mostraban mundos donde lo distinto no era peligroso, sino valioso.
Donde la unión vencía al prejuicio.
Donde había personajes racializados con protagonismo, dignidad y voz propia.
Tal vez los adultos no lo veían… pero el corazón de una nena sí lo registraba.
También aprendí que lo que llamaban “feo” era hermoso.
Que lo raro era lo que más brillaba.
Que los monstruos eran buenos y los lindos muchas veces huecos, arrogantes o inseguros.
Aprendí que lo importante no era gustar, sino ser.
Y que los verdaderos villanos no eran los deformes ni los distintos… sino los envidiosos, los que pisaban a otros por miedo, los que necesitaban competir para sentirse algo.
En Scooby Doo, los malos no eran los monstruos: eran quienes estaban debajo del disfraz.
Si creés que los dibujitos son para gente vacía, es porque alguna vez estuviste lleno… y te vaciaste.
Si no te emociona que tu personaje favorito atraviese el dolor, se ría del caos o abrace lo que es, quizás es porque ya nada te atraviesa.
Porque los dibujitos (sí, esos que subestimás) están llenos de sueños, de crítica, de ternura y rebelión.
Son trincheras disfrazadas de colores, manifiestos que hablan bajito al corazón.
Y si más adultos volvieran a mirarlos con ojos limpios, verían que siempre hubo revolución escondida entre cuadros por segundo.
Me los llevo conmigo, tatuados en la piel… porque también están tatuados en mi historia.
Porque querer cambiar el mundo a través de los dibujitos es cambiar el mundo con una herramienta infalible.
Yo me quedo con los dibujitos.
Porque me dijeron la verdad cuando el mundo me mentía.
Porque ahí, entre risas y colores, encontré mi primera revolución… y todavía la sigo peleando.
Kitana Wins
Los hombres que lloran en la cama
En este trabajo, la mayoría de las veces me encontré con hombres que no entendían sus emociones.
Enojados, incomprendidos, solos…
Ellos tampoco entendían muchas cosas.
Creo que todos estamos bajo el mismo cielo,
pero con distintos ojos,
distintos pechos
donde se clavan emociones que poca gente tiene el coraje de enfrentar, de desmenuzar, de entender de dónde vienen.
Una vez vino un hombre más grande que yo.
Tendría unos 45 años.
Se enojó cuando le dije que tenía que ducharse,
porque no me gusta estar con personas que no están recién duchadas.
Me dijo que se iba.
Se ofendió.
Lo frené y le expliqué con amor, con delicadeza,
que para que yo pudiera acercarme a él tranquilamente
necesitaba que estuviera limpio,
así podíamos divertirnos juntos.
Mirándome de reojo, desconfiado,
le ofrecí darle una mano.
Y aceptó.
Fuimos a la cama e hice mi trabajo.
Sentí química, y le pregunté de qué signo era.
—De Leo, me dijo.
—Somos compatibles, le contesté.
—¿Por qué te enojaste cuando te dije que te lavaras?
Se sentó en la cama y me dijo:
—Me hiciste acordar a mi hija… a cuando era chico.
Me acomodé, me acerqué y me senté a su lado, mirándolo.
—No sé si contarte…
—Tranquilo. Esto queda acá. No voy a juzgarte.
—Es que… me abusaron de chico.
Me cuesta soltarme sexualmente…
Me da miedo que a mi hija le pase lo mismo que a mí.
Me quedé en silencio, procesando lo que recién había escuchado.
—¿Alguna vez probaste con ir a terapia?
—Umm… no. No creo mucho en eso.
Seguimos hablando de terapia, de la vida.
Terminé abrazándolo, diciéndole que a lxs hijxs hay que enseñarles a cuidarse,
y que lamentablemente no podemos protegerlxs de todo.
El tiempo se había terminado,
pero podía ver la tristeza en sus ojos.
Tuve que despedirlo, porque tenía que seguir trabajando.
Antes de cruzar la puerta me miró, me sonrió
y mientras me abrazaba saludándome, me agradeció.
Empecé a entender que en lo sexual,
en la intimidad,
se refleja la infancia,
lo que te pasó de chico.
Llegué a tener hombres encima mío,
recibiendo mis nalgadas como niños castigados.
Y cada vez entendí más y más
a esos niños adultos heridos,
que se excitaban con sus propios abusos,
buscando revivir esas experiencias traumáticas.
Muchos buscaron en mí una madre,
una novia,
una consejera,
una psicóloga,
una amiga,
un abrazo,
una caricia,
una sonrisa,
una compañera.
Querían divertirse,
sentir la piel,
el calor humano.
Sentirse deseados,
comprendidos,
a salvo.
A veces me pregunto si todas vivimos estos momentos.
Si también viste a un hombre romperse en tu cama.
Si también lo abrazaste sin saber muy bien cómo sostener tanta historia.
Si también saliste de ahí un poco distinta.
Kitana Wins
Puta invisible
Qué fuerte ser tan invisible para la sociedad que los clientes te cuenten sus secretos más profundos porque saben que de ahí no saldrán.
Parece que lo que pasa dentro de esas cuatro paredes pasa en la cuarta dimensión. Los secretos son invisibles como nosotras lo somos para el Estado.
Qué loco ser tan invisible que no tenés derecho a ser protegida, a tener jubilación, vacaciones pagas, a tener salud pública libre de estigma y victimización.
Qué increíble ser tan invisible que nuestro dolor parece no tener valor. Que tus elecciones son medidas por la señora moral y olvidan que detrás de cada elección, de cada trabajadora sexual, hay una persona de carne y hueso resistiendo con sentimientos y sensibilidad.
Ser puta invisible es como ser un espíritu travieso, de esos que vos sabés que están, que mueven cosas, que sentís su presencia pero así y todo elegís ignorar que está ahí. Porque reconocer que está ahí es reconocer su existencia y su existencia cuestiona tus creencias sobre la realidad.
Queremos dejar de ser un espíritu travieso.
Queremos ser sujeto de derecho.
Porque existimos
Y porque existimos
Resistimos.
Kitana Wins